24/Diciembre/2011 Las cifras de 2011 serán famosas. Los años son como los seres humanos: hay muchos anodinos y grises y solo unos pocos consiguen permanecer en las memorias. Este que ahora termina ha hecho todos los méritos para conseguir el recuerdo, con tanto o incluso mayor merecimiento que el que le precedió en envergadura, que fue 1989, el año de la caída del muro de Berlín y punto final al mundo bipolar y a la guerra fría.
Las imágenes emblemáticas de este año son las de los tiranos caídos, entre las que destacan la de Mubarak enjaulado y Gadafi detenido, linchado y sumariamente ejecutado. Los álbumes de fotos de los derrocados no pueden ser más sorprendentes, porque tuvieron las mejores compañías y amistades del universo y en un parpadeo se han visto arrastrados al exilio, la cárcel o la muerte. Nada simboliza más plásticamente el tumbo que ha dado este año: celebrados como parte de un paisaje inmutable todavía hace 12 meses y ahora ya no están. Pero ninguna de estas imágenes de desposesión y deshonra consigue captar por sí sola el tamaño del cambio que alcanza a todo el planeta. Algo más se aproximan las escenas del fin del mundo que nos proporcionó el tsunami de Japón, en el que centenares de cámaras nos ofrecieron un despliegue icónico nunca visto de humanos, casas, enseres y coches arrastrados y tragados como hormigas por las olas gigantes. El símbolo mayor y más abstracto de esa crisálida naciente es que Standard & Poor's, una de las denostadas agencias de rating, haya quitado la máxima clasificación triple A la deuda de EE UU. Así es como este 2011 emula y supera a 1989 por todos los lados. Una oleada revolucionaria ha quebrado los cimientos del poder y de las alianzas en toda la geografía árabe. El renacimiento nuclear que se esperaba ha quedado ahogado por el tsunami y la catástrofe de Fukushima. Las generaciones conformistas habituadas a los años de abundancia se han convertido en agitadores indignados que han ocupado calles y plazas desde España hasta Estados Unidos como no se había visto desde 1968. Europa ha reaccionado al fin a su crisis fiscal, pero a costa de dejar atrás a los británicos en una ruptura de consecuencias históricas, la mayor en las tormentosas relaciones entre Reino Unido y el continente europeo desde su integración en 1973. Y más. Estados Unidos ha ido dando una y otra vez con los límites de su fuerza, aun con la presidencia menos arrogante de su reciente historia: interiormente, en un bloqueo institucional que impide recortar su déficit astronómico e impulsar la creación de puestos de trabajo; exteriormente, en una obligada autolimitación de su poder, que abre huecos estratégicos y conduce en Libia a la primera guerra librada por la OTAN pero sin su liderazgo. Dirigir desde atrás: así ha quedado rotulada esta nueva conformación a una potencia más acotada. Más acotada no quiere decir impotente. Osama bin Laden, el jefe terrorista que lanzó su desafío hace 10 años, cayó abatido por los soldados enemigos desembarcados en su escondite paquistaní, en una acción que refleja la derrota del yihadismo, descabezado de sus jefes y desbordado por la acción pacífica del islamismo político triunfante en las urnas: Washington se impone límites, pero sigue teniendo dientes, y vaya si sigue enseñándolos cuando conviene. Por una extraña inversión entre Norte y Sur, en el mismo momento en el que mengua el terrorismo de la Media Luna, que había atemorizado a las poblaciones europeas y americanas durante una década entera, resurge un terrorismo blanco y europeo, fruto de la siembra populista y xenófoba: jóvenes socialdemócratas fueron las víctimas de la matanza de Utoya en Noruega, y trabajadores inmigrantes, turcos sobre todo, los asesinados por una red de criminales neonazis alemanes; objetivos ambos privilegiados del odio y la denigración verbal por parte de la extrema derecha convencional europea. La idea de cambio queda corta para expresar lo sucedido este año en el que todo cambia. Y en el que todo sucede a la velocidad de la luz, como si un acelerador hasta ahora desconocido estuviera impulsando cada una de las acciones que pretenden modificar la realidad. En 12 meses se han acumulado tantos acontecimientos como en 12 años. Conocíamos estos acelerones de la historia, pero no podíamos sospechar hasta ahora que la aceleración pudiera tener explicaciones tecnológicas. Es lo que sostienen muchos expertos, apoyados en el papel que han jugado los teléfonos móviles y las tecnologías digitales en estos terremotos políticos. Las redes sociales, Twitter y Facebook sobre todo, han estallado en 2011 en número de usuarios y en relevancia en todos los ámbitos, pero han destacado como instrumentos de organización y comunicación vírica en los movimientos de los indignados y en las revueltas árabes. También ha sido el año de la transparencia, algo que puede tener relación con la celeridad de los acontecimientos. Aunque la publicación de los papeles del departamento de Estado por Wikileaks y sus cinco socios periodísticos, EL PAÍS entre ellos, se inició el año anterior, el 29 de noviembre, sus efectos y secuelas, incluidos los que ha tenido sobre la primavera árabe, pertenecen a 2011. Como sucede con los papeles de Palestina, la filtración protagonizada por la cadena de televisión catarí Al Yazira que dinamitó lo poco que quedaba del proceso de paz entre israelíes y palestinos. Un mayor acceso a las informaciones y un incremento de la conectividad, debidos ambos a la tecnología, no pueden pasar sin consecuencias. El mundo de 2011 es especialmente reacio a la intermediación en cualquier actividad, política, económica o cultural. Los efectos eléctricos sobre las opiniones públicas y las nuevas generaciones, los nativos digitales ante todo, son fulminantes. Nunca ha sido neutra la tecnología. Puede servir para hacer revoluciones y para sofocarlas, para mejorar la democracia o para liquidarla. Una guerra silenciosa y subrepticia, que puede suceder y vencerse sin que nadie lo perciba, se ha ido situando este año en el centro de la actividad militar. Los aviones teledirigidos y sin tripulación, los famosos drones o zánganos, se han convertido en los protagonistas en Afganistán, Yemen, Somalia, Gaza o Irán. Sirven para vigilar las instalaciones nucleares iraníes o para liquidar a un dirigente de Al Qaeda en los desiertos de la península Arábiga. Estados Unidos, mientras completa su retirada de tropas de Irak y prepara la salida de Afganistán, incrementa su actividad sigilosa en la región, incluida una guerra secreta contra Irán para obstaculizar su ascenso armamentístico y sus ambiciones atómicas. El despliegue tecnológico y el repliegue geoestratégico son la cara y la cruz de la superpotencia americana, desgastada por el decenio de guerra global contra el terror y carcomida por el peso de la deuda y del déficit públicos, en buena medida fabricados por la fracasada ambición neocon de cambiar el mundo por la fuerza de los ejércitos. Este es el año en el que se ha concretado la debilidad de EE UU en Oriente Próximo después de la pasada década de intensa presencia militar. Su geometría de alianzas ha quedado debilitada, ya sea por desaparición del socio, como en Egipto, ya sea por enfriamiento de la amistad, como Arabia Saudí. Por no hablar de la quiebra con apariencia definitiva de sus difíciles relaciones con Pakistán, el único país musulmán que cuenta ya con el arma atómica. Los jeques saudíes del petróleo no pueden estar más insatisfechos con el viejo amigo y aliado americano, al que reprochan todos los males que se les vienen encima: por un lado, las ambiciones de hegemonía del chiismo persa, que cuenta con capacidad de influencia en toda la región del Golfo; por el otro, las revueltas árabes, que ponen en peligro sus coronas y emiratos. No les falta razón: con la guerra de Irak que Washington organizó se abrió el mapa de Oriente Próximo a la irradiación chiita; y con la oleada revolucionaria, que Washington no impidió, las poblaciones de todo el Golfo reciben el mensaje inequívoco de que las tiranías caen y EE UU no está siempre detrás dando su apoyo a los regímenes en plaza. Así, después del reproche por su altiva hegemonía, llegan ahora los reproches por su humilde deferencia. Todos los árabes, no tan solo los saudíes, reprochan a Barack Obama que no haya sido capaz de traducir en hechos las buenas palabras de sus discursos a los iraníes, los turcos y los árabes con las que tendió la mano para el diálogo y ofreció la paz y los dos Estados conviviendo en el respeto mutuo y en fronteras seguras para israelíes y palestinos. Nada queda del proceso de paz, salvo el resentimiento de las partes. Israel se halla enclaustrado en un aislamiento menos espléndido de lo que fingen sus dirigentes. Y la Autoridad Palestina se encuentra en un callejón sin salida después de su infructuosa petición de reconocimiento internacional en Naciones Unidas. Benjamín Netanyahu, habilísimo jugador de dos tableros, el Congreso estadounidense y la Kneset (el Parlamento israelí), ha desconcertado a todos los adversarios con su canje histórico negociado con Hamás, la maldita organización terrorista que reina en Gaza: un hombre solo, el soldado Gilad Shalit, por mil prisioneros palestinos. Clausurado el proceso de Oslo, las posiciones cambian a ambos lados de la disputa. Unos creen solo en el fortín cercado y en la guerra permanente; otros, en la creación de un solo Estado laico y sin identidad étnica alguna, pero democrático y para todos. Cada vez son menos los que todavía tienen fe en la fórmula de los dos Estados. El cambio de época es tangible en este proceso enquistado y todo se traduce en incertidumbre sobre el mañana en la tierra más disputada del mundo entre el Jordán y el Mediterráneo. Es un momento de redefinición. Muchos conceptos útiles hasta 2011 no sirven a partir de ahora. De ahí que sea un año lleno de quiebros, súbitos cambios de políticas, sorpresas geoestratégicas, inversiones de alianzas, bruscas mutaciones en los mapas. En los colores, sobre todo: Europa, teñida toda entera de azul conservador; el mundo árabe, virando del gris policial al verde islámico. También cambios en los mapas: en mitad del año y de África, de la costilla de Sudán, país musulmán que era hasta ahora el de mayor extensión territorial de toda África y de toda la geografía árabe, ha nacido otro país, Sudán del Sur, mayoritariamente cristiano, situado entre los más pobres de la Tierra y de dudosa viabilidad futura. La mayor paradoja es que se trata del único cambio de fronteras que se ha producido durante el año de las revoluciones árabes, aunque nada tenga que ver con una primavera que ni siquiera ha rozado a los sudaneses. Ya no es tiempo de emergencias: se han producido en los años recientes; es tiempo de emergidos. África entera crece porque China invierte. Hay que contar con los emergentes para cualquier cosa. Las potencias de antaño puede que sean todavía necesarias, pero es bien claro que son insuficientes. Crujen las cuadernas de la vieja arquitectura internacional, pésimamente adaptadas a los cambios que este año han tomado forma a la vista de todos, gracias a la nula capacidad de adaptación de quienes construyeron sus edificios. Nada expresa mejor las contradicciones de la deficitaria gobernanza mundial que el funcionamiento tanto de Naciones Unidas como del G-20, el grupo ampliado de los países más ricos y decisivos del planeta, que ha venido a sustituir al G-8 desde que la Gran Recesión empezó a instalarse entre nosotros en otoño de 2008. El Consejo de Seguridad, viejo escenario de todos los vetos y bloqueos a cargo de las superpotencias surgidas de la II Guerra Mundial, consiguió este año, ante los desmanes de Gadafi acosado por su población, la insólita gesta de avalar por primera vez una acción militar en aplicación de la responsabilidad de proteger incorporada desde 2006 en la Carta de Naciones Unidas. Puede que sea el canto del cisne del nuevo derecho internacional humanitario, como podría demostrar la incapacidad internacional para frenar a continuación la represión del régimen de Bachar el Asad contra los manifestantes que quieren echarle del poder. Pero constituye en todo caso un antecedente que puede valer en el futuro. Basta con observar el pésimo sendero de las negociaciones en torno al Protocolo de Kioto sobre cambio climático para tener la medida de las dificultades del multilateralismo. El carbón está de nuevo en alza, los países emergidos quieren seguir emergiendo y por eso avanzan sin miramientos, y la mayoría parlamentaria republicana que reina en Washington jamás ha estado para estas cosas. La conferencia de Copenhague en diciembre de 2009, en la que China se entendió con Estados Unidos a espaldas de Europa, fue la primera señal tajante de este nuevo mundo de difícil gobierno; y la de Durban, ahora dos años después, confirma que solo hay consenso cuando lo que se decide es aplazar la toma de resoluciones. No es solo el gobierno del mundo lo que no funciona, ese G-20 casi siempre sin capacidad resolutiva en sus cumbres, sino los gobiernos a secas que antes funcionaban. Funciona China, donde sus ciudadanos apenas tienen noticias del Gobierno, ni buenas, ni malas. Funciona Rusia, a pesar de la incipiente desafección electoral contra Putin captada en unos comicios sin garantías. Pero no funciona la Unión Europea, ni funcionan los Estados Unidos de América, donde el veto y el bloqueo, la polarización y el radicalismo conducen a la inacción y al fatalismo. La crisis galopa a caballo de las transacciones especulativas fulgurantes y la política anda cansina a paso de hormiga. El Tea Party, organizado para frenar los ímpetus reformadores de Obama, se ha convertido en el paradigma de un rampante populismo anarcoide de derechas que prolifera en todas partes. Primero sugirió que no habría nuevo mandato de Obama en 2012, pero ahora ya sugiere que no habrá tampoco candidato republicano útil capaz de vencer a un Obama desgastado y sin pulso, pero todavía vivo. En Europa, en cambio, ha bastado la ruptura de la UE de 27 socios para que los 23 que lo desean empiecen a construir el gobierno posible del euro: el Reino Unido euroescéptico, con la prensa ultraconservadora del australiano Rupert Murdoch como cheerleader, era nuestro Tea Party antes de que se inventara el Tea Party. Todo indica que ha terminado mucho más que una época. Quizá una edad o un eón geológico. El tiempo que se está yendo pedía a gritos nuevas ideas, nuevas esperanzas, formas distintas de hacer las cosas. Sarkozy, el más gallardo de todos, quería refundar el capitalismo. Nada como un buen consenso para no hacer nada o para decidir la fecha en la que decidiremos algo. Llegó 2011 y los deberes estaban por hacer. Y así fue como el mundo empezó a reinventarse a sí mismo. Sin avisar, que es como suceden estas cosas.
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